La Misteriosa Ciudad En Un Volcán

Hace muchos años, en el tiempo de las grandes haciendas, había gente dedicada al servicio de la casa y de las tierras. Los vaqueros eran los hombres dedicados a cuidar a los toros de lidia que eran criados en las faldas del volcán Chimborazo.v2

Juan, uno de los vaqueros, se había criado desde muy pequeño en la hacienda. Recibió techo y trabajo, pero así mismo, los maltratos del mayordomo y del dueño. Una mañana que cumplía su labor, los toros desaparecieron misteriosamente. Juan se desesperó porque sabía que el castigo sería terrible. Vagó horas y horas por el frío páramo, pero no encontró a los toros. Totalmente abatido, se sentó junto a una gran piedra negra y se echó a llorar imaginando los latigazos que recibiría.

De pronto, en medio de la soledad más increíble del mundo, apareció un hombre muy alto y blanco, que le habló con dulzura:

–          ¿Por qué lloras hijito?

–          Se me han perdido unos toros –respondió Juan- después de reponerse del susto.

–          No te preocupes, yo me los llevé –dijo el hombre- vamos que te los voy a devolver.

Juan se puso de pie dispuesto a caminar, pero el hombre sonriendo tocó un lado de la piedra, y ésta se retiró ante sus ojos.

–          Sígueme –le ordenó.

Aquella roca realmente era la entrada a una gran cueva. Sin saber realmente cómo, Juan estuvo de pronto en medio de una hermosa ciudad escondida dentro de la montaña. El vaquero miró construcciones que brillaban como si estuvieran hechas de hielo. La gente era alegre y disfrutaba de la lidia de toros. El hombre alto le entregó los animales, le dio de comer frutas exquisitas, y como una forma de compensación le regaló unas mazorcas de maíz. De la misma forma extraña en la que había llegado, pronto estuvo en el páramo, con los toros y las mazorcas.v1

Al llegar a la hacienda todos se burlaron de él por lo que consideraban una influencia del alcohol. Decepcionado, pero a la vez tranquilo por haberse librado de la paliza, Juan fue a su casa y sacó las mazorcas.

 Para su sorpresa eran de oro macizo. Con este tesoro, el vaquero se compró una hacienda propia y se alejó para siempre del lugar donde le habían maltratado tanto.

Desde entonces, los campesinos y los turistas tratan desesperadamente de buscar la entrada a la ciudad del Chimborazo.

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Juan, uno de los vaqueros, se había criado desde muy pequeño en la hacienda. Recibió techo y trabajo, pero así mismo, los maltratos del mayordomo y del dueño. Una mañana que cumplía su labor, los toros desaparecieron misteriosamente. Juan se desesperó porque sabía que el castigo sería terrible. Vagó horas y horas por el frío páramo, pero no encontró a los toros. Totalmente abatido, se sentó junto a una gran piedra negra y se echó a llorar imaginando los latigazos que recibiría.

De pronto, en medio de la soledad más increíble del mundo, apareció un hombre muy alto y blanco, que le habló con dulzura:

–          ¿Por qué lloras hijito?

–          Se me han perdido unos toros –respondió Juan- después de reponerse del susto.

–          No te preocupes, yo me los llevé –dijo el hombre- vamos que te los voy a devolver.

Juan se puso de pie dispuesto a caminar, pero el hombre sonriendo tocó un lado de la piedra, y ésta se retiró ante sus ojos.

–          Sígueme –le ordenó.

Aquella roca realmente era la entrada a una gran cueva. Sin saber realmente cómo, Juan estuvo de pronto en medio de una hermosa ciudad escondida dentro de la montaña. El vaquero miró construcciones que brillaban como si estuvieran hechas de hielo. La gente era alegre y disfrutaba de la lidia de toros. El hombre alto le entregó los animales, le dio de comer frutas exquisitas, y como una forma de compensación le regaló unas mazorcas de maíz. De la misma forma extraña en la que había llegado, pronto estuvo en el páramo, con los toros y las mazorcas.v1

Al llegar a la hacienda todos se burlaron de él por lo que consideraban una influencia del alcohol. Decepcionado, pero a la vez tranquilo por haberse librado de la paliza, Juan fue a su casa y sacó las mazorcas.

 Para su sorpresa eran de oro macizo. Con este tesoro, el vaquero se compró una hacienda propia y se alejó para siempre del lugar donde le habían maltratado tanto.

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