¿Que se esconde tras la sombra de Peter Pan?

Es difícil concebir la obra de Peter Pan sin comprender un poco la personalidad de su autor, y de la dimensión trágica que James Matthew Barrie nos dejó intuir en alguna de sus pinceladas narrativas. Una vida sin infancia donde la muerte, casi siempre llevó de la mano a este autor escocés que nos dejó una de las obras más inolvidables dentro del género juvenil.

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La vida de J.M Barrie y su refugio personal

La tragedia llegó muy pronto a la vida de Barrie. A pesar de vivir de modo distinguido en el seno de una familia victoriana, su infancia nunca fue fácil ni aún menos feliz. Su hermano David falleció a los 13 años al caer en un lago congelado. Era el favorito de su madre y él nunca pudo hacer nada por conseguir el cariño de sus padres ni la cercanía de esa mujer que vivió siempre con el vacío de su hijo mayor. Tal vez por ello buscó siempre el refugio de los libros, el amparo de la literatura, viviendo desde muy temprano una vida de adulto. Podríamos decir que perdió su infancia al carecer de cariño alguno y de obligarse a sí mismo a mantenerse fuerte en un mundo difícil. Ahí donde su imaginación era su único refugio.

Se casó en 1894 con una bella actriz, Mary Ansell. Pero ésta tampoco le hizo nunca demasiado caso, al poco tiempo ya contaba con un amante y con un claro desprecio hacia su persona. Quizá por ello se refugió aún más en su literatura y en sus amigos escritores, como Arthur Conan Doyle o Charles Frohman, productor de sus obras y gran amigo al que, posteriormente, perdería en el navío Lusitania en la Primera Guerra Mundial. Los paseos en soledad también eran un buen refugio para sus pensamientos, de ahí, que la casualidad hiciera que un buen día surgiera un encuentro. El mejor encuentro de su vida.

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Conoció a cinco niños, hijos de Sylvia y Arthur Llewelyn Davies. Eran Peter, George, Jack, Nicholas y Michael. La fatalidad quiso que los padres de estos chicos fallecieran, el padre lo hizo en 1907 a causa de sarcoma, y Sylvia en 1910 por una enfermedad degenerativa. Barrie se quedó de la noche a la mañana, siendo el tutor legal de esos chicos de los que se ocupó, desarrollando a su vez todo un mundo de fantasía para ellos. Un genial contador de cuentos donde cada uno tenía su papel, eran cómo no, sus “niños perdidos”, niños que liderados por Peter Pan corrían grandes aventuras en el país de Nunca Jamás, ahí donde nadie crecía, donde todos podían ser niños para siempre.

Era, por así decirlo, un modo de disfrutar de esa infancia que J.M Barrie nunca tuvo. Un regalo que ofrecer a esos niños perdidos -niños huérfanos, al fin a y al cabo-, criaturas que como él, se veían obligados a crecer sin padres pero con todo el derecho de disfrutar de su infancia. Lo que hizo fue retratar a una familia suspendida para siempre en un limbo, un paraíso donde todo sucede una y otra vez sin fin. Los piratas mueren, los niños luchan, ríen y vuelan… pero jamás envejecen. Porque fuera de los límites de “Nunca Jamás”, la muerte, puede alcanzar a cualquiera….

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El trágico final de los Niños Perdidos

En la vida real, los niños crecen, viven y mueren. Es inevitable. En numerosas ocasiones se ha asociado lo ocurrido con estos cinco niños adoptados por Barrie con la propia obra de Peter Pan. Pero hemos de recordar que la obra en sí se estrenó en 1911 y la Primera Guerra Mundial estalló pocos años después, momento en que la tragedia acarició a estos muchachos de modo inevitable y trágico, también para el propio Barrie. George falleció en la guerra, Michael, por su parte, se suicidó en un lago con su amante, y Peter, que logró ser editor y escritor, terminaría su vida años después suicidándose también, lanzándose a las vías de un tren. Toda una desgracia.

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La infancia no pudo ser contenida para siempre en el País de Nunca Jamás, crecieron y, como a todo el mundo, les llegó la vida en toda su intensidad. En su felicidad y también en su tragedia. J.M Barrie creó una historia para ellos, desde luego, pero ante todo, era también un mundo para sí mismo, donde gozar de una infancia que nunca tuvo y que, sin lugar a dudas, debió de ser eterna para poder zambullirse en ella y huir de la realidad. Un mundo en el que siempre había esperanza, un lugar situado como ya sabes “en la segunda estrella a la derecha, todo recto hasta el mañana”.

Es difícil concebir la obra de Peter Pan sin comprender un poco la personalidad de su autor, y de la dimensión trágica que James Matthew Barrie nos dejó intuir en alguna de sus pinceladas narrativas. Una vida sin infancia donde la muerte, casi siempre llevó de la mano a este autor escocés que nos dejó una de las obras más inolvidables dentro del género juvenil.

La vida de J.M Barrie y su refugio personal

La tragedia llegó muy pronto a la vida de Barrie. A pesar de vivir de modo distinguido en el seno de una familia victoriana, su infancia nunca fue fácil ni aún menos feliz. Su hermano David falleció a los 13 años al caer en un lago congelado. Era el favorito de su madre y él nunca pudo hacer nada por conseguir el cariño de sus padres ni la cercanía de esa mujer que vivió siempre con el vacío de su hijo mayor. Tal vez por ello buscó siempre el refugio de los libros, el amparo de la literatura, viviendo desde muy temprano una vida de adulto. Podríamos decir que perdió su infancia al carecer de cariño alguno y de obligarse a sí mismo a mantenerse fuerte en un mundo difícil. Ahí donde su imaginación era su único refugio.

Se casó en 1894 con una bella actriz, Mary Ansell. Pero ésta tampoco le hizo nunca demasiado caso, al poco tiempo ya contaba con un amante y con un claro desprecio hacia su persona. Quizá por ello se refugió aún más en su literatura y en sus amigos escritores, como Arthur Conan Doyle o Charles Frohman, productor de sus obras y gran amigo al que, posteriormente, perdería en el navío Lusitania en la Primera Guerra Mundial. Los paseos en soledad también eran un buen refugio para sus pensamientos, de ahí, que la casualidad hiciera que un buen día surgiera un encuentro. El mejor encuentro de su vida.

Conoció a cinco niños, hijos de Sylvia y Arthur Llewelyn Davies. Eran Peter, George, Jack, Nicholas y Michael. La fatalidad quiso que los padres de estos chicos fallecieran, el padre lo hizo en 1907 a causa de sarcoma, y Sylvia en 1910 por una enfermedad degenerativa. Barrie se quedó de la noche a la mañana, siendo el tutor legal de esos chicos de los que se ocupó, desarrollando a su vez todo un mundo de fantasía para ellos. Un genial contador de cuentos donde cada uno tenía su papel, eran cómo no, sus “niños perdidos”, niños que liderados por Peter Pan corrían grandes aventuras en el país de Nunca Jamás, ahí donde nadie crecía, donde todos podían ser niños para siempre.

Era, por así decirlo, un modo de disfrutar de esa infancia que J.M Barrie nunca tuvo. Un regalo que ofrecer a esos niños perdidos -niños huérfanos, al fin a y al cabo-, criaturas que como él, se veían obligados a crecer sin padres pero con todo el derecho de disfrutar de su infancia. Lo que hizo fue retratar a una familia suspendida para siempre en un limbo, un paraíso donde todo sucede una y otra vez sin fin. Los piratas mueren, los niños luchan, ríen y vuelan… pero jamás envejecen. Porque fuera de los límites de “Nunca Jamás”, la muerte, puede alcanzar a cualquiera….

El trágico final de los Niños Perdidos

En la vida real, los niños crecen, viven y mueren. Es inevitable. En numerosas ocasiones se ha asociado lo ocurrido con estos cinco niños adoptados por Barrie con la propia obra de Peter Pan. Pero hemos de recordar que la obra en sí se estrenó en 1911 y la Primera Guerra Mundial estalló pocos años después, momento en que la tragedia acarició a estos muchachos de modo inevitable y trágico, también para el propio Barrie. George falleció en la guerra, Michael, por su parte, se suicidó en un lago con su amante, y Peter, que logró ser editor y escritor, terminaría su vida años después suicidándose también, lanzándose a las vías de un tren. Toda una desgracia.

La infancia no pudo ser contenida para siempre en el País de Nunca Jamás, crecieron y, como a todo el mundo, les llegó la vida en toda su intensidad. En su felicidad y también en su tragedia. J.M Barrie creó una historia para ellos, desde luego, pero ante todo, era también un mundo para sí mismo, donde gozar de una infancia que nunca tuvo y que, sin lugar a dudas, debió de ser eterna para poder zambullirse en ella y huir de la realidad. Un mundo en el que siempre había esperanza, un lugar situado como ya sabes “en la segunda estrella a la derecha, todo recto hasta el mañana”.