La Aterradora Momia Que Aún Conserva Los Ojos Abiertos

Se cuenta que hubo un fraile que vestía hábito desgastado y calzaba humildes sandalias allá en los tiempos en que los religiosos cumplían más severamente con las obligaciones de su ministerio. Además, se afirma que vivía una vida llena de austeridad y sacrificio, al grado de que usaba constantemente bajo sus ropas un cilicio* alrededor de la cintura. Este sacerdote, fue muy querido por sus virtudes, pues consolaba a los pobres y fortalecía a los débiles.

Una vez al cruzar por la Plaza del Baratillo, tropezó con un sujeto que tenía fama de incrédulo, quien le dio un empujón, al momento que lanzaba esta expresión al venerable anciano:-Apuesto a que el Padre don (fulano), no se atreve a tomar una copa conmigo. El ministro, con toda humildad contestó: -Gracias, hijo, y que Dios te perdone- y siguió su camino indiferente.

Aun en estado de embriaguez el sujeto aquél, pudo darse cuenta, causándole asombro, que el sacerdote no tocaba con los pies el suelo, que solo se deslizaba a cierta altura del pavimento. De momento creyó que era una alucinación por efecto de la bebida, pero viéndolo con más atención, comprobó que era más bien como una sombra, llenándose de espanto.

El hecho pasó sin más, algunos días más tarde el personaje de este relato, siendo minero, sufrió un accidente en su trabajo, junto con otros compañeros. Sintiéndose en su lecho de muerte, acobardado imploró que le llevaran un padre porque iba a morir. Sus compañeros le llevaron el sacerdote.

-Padre –le dijo con voz entrecortada y débil Me acuso de haber faltado una vez a un sacerdote y de haberme burlado de él -,-Sí contestó el fraile ese soy yo-. El moribundo se estremeció de terror, y con los ojos desorbitados, viendo fijamente al religioso, exhaló el último suspiro.

Cuentan que entre las momias que hay en el panteón, está la que pertenece a aquél minero y que conserva la expresión de horror en su cara, con los ojos desmesuradamente abiertos, pues aseguran que nadie pudo cerrárselos después de su muerte.

Se cuenta que hubo un fraile que vestía hábito desgastado y calzaba humildes sandalias allá en los tiempos en que los religiosos cumplían más severamente con las obligaciones de su ministerio. Además, se afirma que vivía una vida llena de austeridad y sacrificio, al grado de que usaba constantemente bajo sus ropas un cilicio* alrededor de la cintura. Este sacerdote, fue muy querido por sus virtudes, pues consolaba a los pobres y fortalecía a los débiles.

Una vez al cruzar por la Plaza del Baratillo, tropezó con un sujeto que tenía fama de incrédulo, quien le dio un empujón, al momento que lanzaba esta expresión al venerable anciano:-Apuesto a que el Padre don (fulano), no se atreve a tomar una copa conmigo. El ministro, con toda humildad contestó: -Gracias, hijo, y que Dios te perdone- y siguió su camino indiferente.

Aun en estado de embriaguez el sujeto aquél, pudo darse cuenta, causándole asombro, que el sacerdote no tocaba con los pies el suelo, que solo se deslizaba a cierta altura del pavimento. De momento creyó que era una alucinación por efecto de la bebida, pero viéndolo con más atención, comprobó que era más bien como una sombra, llenándose de espanto.

El hecho pasó sin más, algunos días más tarde el personaje de este relato, siendo minero, sufrió un accidente en su trabajo, junto con otros compañeros. Sintiéndose en su lecho de muerte, acobardado imploró que le llevaran un padre porque iba a morir. Sus compañeros le llevaron el sacerdote.

-Padre –le dijo con voz entrecortada y débil Me acuso de haber faltado una vez a un sacerdote y de haberme burlado de él -,-Sí contestó el fraile ese soy yo-. El moribundo se estremeció de terror, y con los ojos desorbitados, viendo fijamente al religioso, exhaló el último suspiro.

Cuentan que entre las momias que hay en el panteón, está la que pertenece a aquél minero y que conserva la expresión de horror en su cara, con los ojos desmesuradamente abiertos, pues aseguran que nadie pudo cerrárselos después de su muerte.