Dios es ingeniero genético

Los microbiólogos Peter Tompa y George D. Rose demostraron la imposibilidad estadística de que la primera célula se hubiese formado por procesos aleatorios y casuales. Tomaron como base para su estudio la levadura, un eucariota unicelular, y calcularon el número de interacciones y patrones que debieron producirse para que surgiera dicha célula. Siendo conservadores en exceso, existe una posibilidad entre 107200, un número tan enorme que ni siquiera es imaginable por nosotros, pobres mortales. Tompa y Rose concluyeron que dichas interacciones «no podrían haberse autoorganizado de manera espontánea a partir de sus componentes proteínicos aislados». 

La teoría de la panspermia quiso despejar la incógnita del surgimiento de la vida en la Tierra de un plumazo: la primera célula viva llegó a bordo de un meteorito que impactó contra nuestro mundo en la noche de los tiempos. Hasta el momento nunca se ha encontrado algo así en ningún meteorito, porque con toda probabilidad una célula no hubiera sobrevivido a tal viaje cósmico. Por esta razón, Francis Crick, Premio Nobel de Medicina en 1962 por el descubrimiento de la estructura del ADN en forma de doble hélice –lo que inauguró el fascinante campo de la genética–, siempre se mostró convencido de que esa célula primordial sólo pudo «aterrizar» en el planeta a bordo de una nave extraterrestre…

Desconocemos cómo se formaron el ADN y el ARN, pero todavía más misterioso es el origen de la información que encierran

De todos modos, aunque aceptáramos la veracidad de la panspermia, lo único que conseguiríamos a lo sumo es trasladar la respuesta al enigma a otro planeta. Porque, ¿de qué modo habría nacido esa hipotética célula que acabó en nuestro planeta transportada por una roca cósmica? Las cuestiones sin respuesta siguen siendo las mismas, creamos que la vida nació en la Tierra o vino del espacio. 

Cómo hemos apuntado, desconocemos cómo se formaron el ADN y el ARN –encargados de transmitir la información genética–, pero todavía más misterioso es el origen de la información que encierran, es decir, el software o programa informático que contiene las instrucciones para realizar convenientemente su función de transmisión genética. De modo que es lícito preguntarse quién diseñó el programa que hace funcionar el ADN y el ARN. 

El software de la creación

Eminentes científicos, como el miembro de la Royal Society Roger Penrose –físico y profesor emérito de Matemáticas de la Universidad de Oxford–, se muestran cada vez más convencidos de que, sin duda, tuvo que existir alguna clase de inteligencia que programara el software de la vida. 

Michael J. Behe, profesor de la cátedra de Bioquímica de la Universidad de Leigh, y otros muchos de sus colegas, han llegado a la conclusión de que ciertas estructuras moleculares son sistemas irreductiblemente complejos, puesto que tendrían que haber aparecido sobre la Tierra como una unidad ya integrada. La razón es que cada uno de sus elementos no posee ninguna función por sí solo sin el concurso del resto de las piezas. Behe suele poner como ejemplo de dichos sistemas irreductiblemente complejos a los cilios y los flagelos bacterianos, respectivamente unos orgánulos propios de las células eucariotas y unas estructuras filamentosas que impulsan las células bacterianas. De hecho, estos especialistas suelen denominarlos máquinas moleculares, porque se muestran convencidos de que «alguien» debió ensamblarlos mediante ingeniería genética. Por ejemplo, los flagelos son de naturaleza rotatoria y están formados por distintas piezas: transmisores, rotores, paletas, estructuras en forma de anillo, etc.  

Hasta aquí las 20 evidencias, que podrían ser muchas más, pero lamentablemente nuestro espacio es limitado. Las espadas siguen en todo lo alto, y tanto los defensores de la existencia de una Inteligencia Cósmica como aquellos que intentan despejar a la Causa Primera de la ecuación del principio de todo, continúan argumentando y contraargumentando sin descanso, en una pugna entre científica, filosófica y metafísica que nos tememos continuará por los siglos de los siglos.

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