Casas que matan

“Las casas, están vivas. Es algo que todos sabemos. Nos lo dicen nuestras terminaciones nerviosas. Si guardamos silencio, si escuchamos, podemos oír cómo las casas respiran. A veces, en la oscuridad de la noche, las oímos gemir, parece que tuvieran pesadillas. Una casa buena nos mece y nos consuela. Pero si es mala, nos llena de un desasosiego instintivo. Las casas malas nos detestan, y nos atraen con engaños. A ese odio ciego hacia nosotros es al que nos referimos cuando hablamos de una casa encantada”. Red Rose, Stephen King

Hay casas de aspecto amable… hasta que profundizamos en su historia y pierden su aparente bonhomía. Rose Hall es un buen ejemplo. Para llegar a ella hemos de desplazarnos hasta Montego Bay, la segunda ciudad más importante de Jamaica. Desde allí, apenas 12 kilómetros después llegamos a una mansión en la que se sucedieron tal cantidad de crímenes y rituales que cuando atravesamos el umbral de la casa algo parece invitarnos a dar la vuelta cuanto antes.

Fue en el siglo XVIII, época de grandes plantaciones y mucha esclavitud, cuando fue levantada por el acaudalado empresario inglés George Ash, que mucho tenía que querer a su mujer para bautizar a la nueva mansión con el nombre de ésta –se llamaba Rose–. La cuestión es que mucho no disfrutaron de sus estancias, ya que Ash fallecería poco después y Rose, triste y melancólica, llegó a la conclusión de que para matar las penas lo mejor era casarse. Y así lo hizo hasta en tres ocasiones más.

Fue su último esposo, otro rico latifundista llamado John Palmer, con quien llevaría a cabo la última y definitiva ampliación de Rose Hall, convirtiéndola en una inmensa construcción de 365 ventanas –representando a los días del año–, 52 puertas –representando a las semanas del año–, y 12 habitaciones –cada una correspondiente a un mes del año–. Vamos, un derroche de imaginación, pero ante todo de dinero… En esta ocasión fue a Rose a quien no le dio tiempo a disfrutar de su reformada propiedad, ya que murió a los 72 años. Fueron tiempos oscuros, especialmente cuando el viudo, John Palmer, que vivía únicamente con un sobrinonieto al que había adoptado tiempo atrás, decidió acoger en su casa a una joven haitiana llamada Anne Mae Patterson, que se acabaría convirtiendo en su nueva pareja y a la que los esclavos de la plantación pronto llamaron “la bruja blanca de Rose Hall”.

Pese a haber nacido en Inglaterra, Annie, siendo muy pequeña, se desplazó a Haití. Allí comenzaron las calamidades, ya que cuando tenía apenas 11 años sus padres fallecieron víctimas de la fiebre amarilla, por lo que fue ingresada en un orfanato. No mucho después sería adoptada por una mujer, que además era sacerdotisa de la religión vudú.

Fue en esos años cuando aprendió los secretos de esta religión, y empezó a desarrollar un gusto desmesurado por la tortura y la sangre. En 1820 finalmente contrajo matrimonio con John Palmer, pese a lo cual se dedicó a seducir y a acostarse con algunos de los casi dos mil esclavos que trabajaban en la hacienda. Tan entretenida debía de estar con sus amantes, que pronto decidió que su marido la aburría, y lo envenenó, ocultando el asesinato bajo el velo de una enfermedad que conocía sobradamente: la ya citada fiebre amarilla, por lo que cerró la habitación a cal y canto. Lógicamente nadie se atrevió a abrirla. Poco después contrajo matrimonio de nuevo, aunque su flamante esposo no le duró mucho más, ya que decidió apuñalarlo, y para comprobar que estaba muerto, vertió aceite hirviendo en su oído derecho.

La causa oficial fue nuevamente la maligna enfermedad. Y la habitación, para evitar contagios, sellada al igual que la anterior. El miedo se apoderó de los esclavos, que veían en aquella mujer a una especie de bruja que, al margen de matar a sus esposos, disfrutaba castigando, torturando y atemorizando a los trabajadores de la plantación.

Para que no escaparan asesinaba a quienes lo intentaban, o colocaba cepos dentados en los alrededores de la finca para que los que se atreviesen a ello finalmente sufriesen terribles mutilaciones, como ejemplo para el resto.

Y así, atribuyéndole un poder maligno sin parangón, su aureola negativa fue en aumento, al tiempo que las historias de sus terribles actos crecían. Pronto se extendió el rumor de que sacrificaba niños pequeños para utilizar sus huesos en rituales de vudú… Así hizo y deshizo hasta que en 1831 su ambición la llevó a las puertas de la muerte. Entre todos los esclavos había uno que la hacía disfrutar de manera especial, y que además era el capataz de la hacienda. Se llamaba Tackoo, que al margen de salir pocas veces de su cama, la ayudaba a asesinar y a deshacerse de los cuerpos. Eran los perfectos aliados… Pues bien, no mucho después llegó a Montego Bay un nuevo administrador llamado Robert Rutherford. Y Annie, pretendiendo aumentar su lista de esposos, pronto fue a por él. La cuestión es que Rutherford se enamoró perdidamente de la nieta de Tackoo, y la bruja blanca de Rose Hall, borracha de ira, mandó que la muchacha fuera asesinada. Evidentemente a su abuelo no le sentó demasiado bien la propuesta, y decidió que había llegado el momento de terminar su relación con la dueña de la plantación. Lo hizo de la manera más contundente que se le ocurrió: encabezó una revuelta contra ella, subió hasta su habitación, y una vez allí la estranguló. No contentos con ello, se liaron a mamporros con el cuerpo, al punto de desfigurar su bello rostro, y finalmente la arrojaron por la ventana. Poco después la esclavitud fue abolida, y la casa, al igual que otras 700 haciendas, fue abandonada hasta que en 1965, John y Michele Rollins, de Wilmington –Delaware–, que no creían en maldiciones, la compraron y empezaron las reformas. Al tirar paredes para levantar otras encontraron varios cuartos sellados. Y en su interior, los restos de dos varones adultos… Desde entonces los fenómenos extraños son habituales en el lugar, así como la aparición del fantasma de Annie Mae Patterson en las estancias principales de la casa, que a decir de los testigos busca venganza. Y testigos, haberlos, los hay, y muchos…

LA CASA DE LOS HORRORES
Ésta es una de esas historias en las que, una vez más, la tragedia, la locura y ciertas dosis de magia se unen, y la mezcla es tan explosiva que finalmente, acaba explotando. La protagonista es Delphine Marie Macarty, una bella mujer que nació en Nueva Orleans en el año 1775. Su vida transcurrió entre las mieles de una familia de buena posición social y la amargura de la desgracia. Su madre, siendo muy niña, fue asesinada durante una de las revueltas de esclavos que se produjeron por entonces, haciendo que desde ese momento germinase en Delphine un odio que iba más allá del racismo.

A los 25 años contrajo matrimonio con el cubano Ramón de López. Pero una vez más, el destino negro se cruzó en la vida de nuestra protagonista, y cuatro años más tarde quedó viuda. Así hasta un total de tres veces. Su último esposo, con el que se casó en 1825, cuando Delphine alumbraba el medio siglo y aun así su belleza no se ajaba, era un prominente médico llamado Louis LaLaurie, que entre otras cosas le daría el segundo apellido con el que se haría célebre, tanto ella como la mansión que nos ocupa.

Si la maldad se agarra con garfios a las paredes de una casa, en ésta se produjeron tantos y tan horribles actos de crueldad que no es extraño que muchos la hayan calificado a lo largo de las décadas como la más maldita de América.

Según narran las crónicas, Delphine disfrutaba haciendo escabechinas con los esclavos de su plantación; los mutilaba, les sacaba los ojos… incluso llegó a realizar salvajes prácticas para cambiarles el sexo, emasculando a los hombres, arrancándoles la piel para utilizarla como vestidos. Fue tal el salvajismo que su propio marido decidió largarse de aquel horror, y ella, poco después y una vez que se descubrieron sus terribles actos, huyó en una goleta a Francia, donde murió en 1842 –está enterrada en el cementerio de Père Lachaise–. Desde entonces, como ocurre con otros caserones, la mansión LaLaurie se empezó a llenar de sombras malignas, de leyendas que cobraban forma en noches muy determinadas del año, de sonidos de cadenas y de gritos desgarradores. Son muchos los que han intentado adquirir esta propiedad; y lo han hecho, pero la han abandonado tiempo después porque no aguantan la presión de sus piedras, el peso de su historia maldita. Entre otros, el año 2007 la compró el actor y sobrino de Francis Ford Coppola, Nicolas Cage, que la tuvo en propiedad apenas un año. Hasta hace poco era visitable. También se asegura que en una de las dieciséis habitaciones se suicidó una familia entera porque no aguantaban los suplicios diarios a los que eran sometidos. Pero es que encima, la escritora Michelle Mahl Buuck contribuyó a que su leyenda negra se alargara aún más cuando escribió su obra La histórica mansión LaLaurie: un monumento olvidado. En dicho libro habla de apariciones de fantasmas en la plantación, que han aumentado en número en los últimos años, de tal modo que LaLaurie acabó por convertirse en un refugio aterrador para los sin techo, que eran protagonistas de las insólitas experiencias. De hecho, eran estos visitantes esporádicos los que hablaban de que cada vez que entraba alguien en la casa un reloj de pared se paraba de repente, y se volvía a poner en marcha cuando el intruso se largaba. Incluso hay quien asegura que esta vieja casa de madera sobrevivió a la fuerza del terrible huracán Katrina en 2005. Quizá el mal que habita en ella así lo quiso.

LA CASA DE BEAUREGARD
Durante la guerra de Secesión norteamericana, Pierre Gustave Toutant Beauregard fue mayor general del ejército confederado. Tiempo después, una vez acabado el conflicto, Pierre Gustave, retirado sin honores y con la vitola de haber perdido la guerra, se retiró a Louisiana, y levantó la que sería su casa hasta el final de sus días. Y ese final llegó en 1893. A partir de entonces quedó vacía; al menos durante 16 años, hasta que en 1909 el mafioso Corrado Giacona la adquirió, convirtiéndola en guarida familiar, y como no podía ser de otra forma, en escenario de varios crímenes. Es de aquella época de donde viene la leyenda negra que parece atormentar a quienes se acercan hasta este siniestro lugar. Porque a decir de los testigos, en su interior se produce una intensa actividad paranormal que, después de haber sido estudiada por expertos, todavía no se ha llegado a conclusión alguna. Las luces que a veces se logran fotografiar recorriendo sus pasillos, los pasos que se precipitan escaleras abajo, o incluso las detonaciones similares a disparos nocturnos, no tienen una explicación clara. Se producen, sin más… después, aunque cabe la posibilidad de que lo hiciera a propósito para evitar el horrible sufrimiento del quemado. La cuestión es que, cuando velaban el cuerpo, en la estancia entró una mujer que portaba un ramo de rosas blancas en cuyo centro había una roja. Despacio, siguiendo una especie de extraño ritual, la colocó sobre el pecho del difunto. Poco más tarde, cuando los restos fueron trasladados a San Louis, el velatorio se ubicó en la casa de un familiar de los Twain. Pues bien, cuando Mark accedió a la sala, se sorprendió al comprobar que la caja estaba situada sobre dos sillas. Ahí empezó su interés por lo inexplicable… Y lo inexplicable aparentemente se acercó hasta él, o más bien a la extraordinariamente bien restaurada casa de 19 habitaciones ue hoy se puede visitar, donde los testigos aseguran haber observado las andanzas de varios niños que recorren las estancias. Gritos, respiraciones en mitad de la noche, incluso alguna que otra cadena –recordemos que ésta fue tierra de esclavos–. Quién sabe…

LOS FANTASMAS DE LA CASA WHALEY
Esta es la historia de Thomas Whaley y su familia. Una historia diferente a la del resto. Descendiente de emigrantes escoceses e irlandeses, vino al mundo el 5 de octubre de 1823. Siendo muy joven se enamoró perdidamente de la francesa Anna Eloise Delaunay. Con treinta años y una considerable fortuna, decidió casarse con ella, y la pareja cambió de los aires fríos y cada vez más contaminados de Nueva York a las aguas cristalinas y frescas de San Diego. Dio comienzo a una nueva vida, y como ésta debía partir de cero, hasta el ladrillo de los cimientos de la casa lo escogieron ellos. Así, en 1857 finalizaba la construcción de la majestuosa casa Whaley, una sólida edificación de dos plantas, única en esta parte de América. Thomas, que era hombre inteligente, pronto se dio cuenta de que la materia prima a explotar era precisamente el ladrillo; la prueba evidente frente a las frágiles casonas

MARK TWAIN Y LA CASA DE LA PREMONICIÓN MORTAL
A su biografía como autor, hay que añadir que fue un hombre curioso, desde siempre interesado por otras realidades. Su aproximación además tuvo un motivo. En 1858 trabajaba junto a su hermano Henry en un vapor que surcaba las aguas del río Misisipi. Pues bien, una noche tuvo un terrible sueño. Veía a su hermano muerto en el interior de un ataúd de metal, con graves heridas en todo su cuerpo. Además, la caja aparecía sostenida por dos sillas, y el muerto tenía en su pecho un ramo de flores entre las cuales destacaba una rosa de color rojo. La desgracia quiso que dos días más tarde, en el trayecto que cubría el barco desde Nueva Orleans a San Louis, estallase una caldera, y su hermano, que estaba demasiado cerca, murió. Pero no a causa de la explosión, sino de la morfina que le inyectó el médico de Memphis que lo atendió de madera que decoraban las colinas de San Diego, tan expuestas al clima y a los incendios, era la solidez de los materiales que él fabricaba. Por eso no tardó en aumentar su fortuna, y en llenar su casa de esencias de otros países: alfombras de Pakistán, maderas de la India, cortinas de Damasco… Nada parecía ser suficiente para agasajar a su bella esposa. La muerte de uno de sus tres hijos, con apenas 18 años, los fuegos provocados en algunos de sus negocios, y las posteriores quiebras de dichas empresas, sumieron a Thomas en una melancolía que no parecía tener cura. A todas estas calamidades que teñían de grises la hasta entonces vida de color de rosa de la familia Whaley, se unió la muerte de otra de las hijas, Violetta, que tras divorciarse de su esposo, al cabo de unos meses se suicidó de un tiro en el corazón. Ésa fue la puntilla para un anciano Thomas, que no mucho después, en 1890, murió. Dos décadas después fallecería su esposa Anna, y no mucho más tarde su hijo Francis… Pero la última de su descendencia, la cuarta hija, Lillian, habitaría en la soledad de aquellas paredes hasta 1953, acostumbrándose año tras año a la soledad incómoda que no da tregua; porque de sus entrañas fluyen gritos, pasos y presencias que pueden hacer que una vida se transforme en un infierno. Infierno al que parecían predestinados, porque en este mismo lugar fue colgado James Robinson, Yankee Jim, en 1852. Era un hombre célebre en San Diego por delincuente, inductor al crimen y ladrón. Y fue este último vicio el que acabaría con su vida, no sin antes lanzar una suerte de maldición sobre quienes participaron de su ejecución y sobre el lugar en el que fue colgado. A Thomas Whaley le tocó por partida doble, primero porque fue testigo del ajusticiamiento; y segundo, porque después compró la propiedad donde se desarrolló el mismo. Así que, dicho sea de paso, tan listo no era. Por eso no es extraño que pocos años después los hijos de éste aseguraran oír pisadas de un hombre grande en la segunda planta, y que pensaran que se trataba del fantasma de Yankee Jim, que había hechizado la propiedad. Hoy es un museo, y son muchos los que refieren estas apariciones. Uno de los lugares que más morbo despierta es la techumbre que une un salón con la pequeña sala de música, porque ahí se izó la soga para colgar a Yankee Jim. Se sabe cuándo va a hacer acto de presencia porque las lágrimas de la lámpara empiezan a balancearse, la temperatura desciende y, en ocasiones, la música de la cajita que hay en la cómoda comienza a sonar… 

“Las casas, están vivas. Es algo que todos sabemos. Nos lo dicen nuestras terminaciones nerviosas. Si guardamos silencio, si escuchamos, podemos oír cómo las casas respiran. A veces, en la oscuridad de la noche, las oímos gemir, parece que tuvieran pesadillas. Una casa buena nos mece y nos consuela. Pero si es mala, nos llena de un desasosiego instintivo. Las casas malas nos detestan, y nos atraen con engaños. A ese odio ciego hacia nosotros es al que nos referimos cuando hablamos de una casa encantada”. Red Rose, Stephen King

Hay casas de aspecto amable… hasta que profundizamos en su historia y pierden su aparente bonhomía. Rose Hall es un buen ejemplo. Para llegar a ella hemos de desplazarnos hasta Montego Bay, la segunda ciudad más importante de Jamaica. Desde allí, apenas 12 kilómetros después llegamos a una mansión en la que se sucedieron tal cantidad de crímenes y rituales que cuando atravesamos el umbral de la casa algo parece invitarnos a dar la vuelta cuanto antes.

Fue en el siglo XVIII, época de grandes plantaciones y mucha esclavitud, cuando fue levantada por el acaudalado empresario inglés George Ash, que mucho tenía que querer a su mujer para bautizar a la nueva mansión con el nombre de ésta –se llamaba Rose–. La cuestión es que mucho no disfrutaron de sus estancias, ya que Ash fallecería poco después y Rose, triste y melancólica, llegó a la conclusión de que para matar las penas lo mejor era casarse. Y así lo hizo hasta en tres ocasiones más.

Fue su último esposo, otro rico latifundista llamado John Palmer, con quien llevaría a cabo la última y definitiva ampliación de Rose Hall, convirtiéndola en una inmensa construcción de 365 ventanas –representando a los días del año–, 52 puertas –representando a las semanas del año–, y 12 habitaciones –cada una correspondiente a un mes del año–. Vamos, un derroche de imaginación, pero ante todo de dinero… En esta ocasión fue a Rose a quien no le dio tiempo a disfrutar de su reformada propiedad, ya que murió a los 72 años. Fueron tiempos oscuros, especialmente cuando el viudo, John Palmer, que vivía únicamente con un sobrinonieto al que había adoptado tiempo atrás, decidió acoger en su casa a una joven haitiana llamada Anne Mae Patterson, que se acabaría convirtiendo en su nueva pareja y a la que los esclavos de la plantación pronto llamaron “la bruja blanca de Rose Hall”.

Pese a haber nacido en Inglaterra, Annie, siendo muy pequeña, se desplazó a Haití. Allí comenzaron las calamidades, ya que cuando tenía apenas 11 años sus padres fallecieron víctimas de la fiebre amarilla, por lo que fue ingresada en un orfanato. No mucho después sería adoptada por una mujer, que además era sacerdotisa de la religión vudú.

Fue en esos años cuando aprendió los secretos de esta religión, y empezó a desarrollar un gusto desmesurado por la tortura y la sangre. En 1820 finalmente contrajo matrimonio con John Palmer, pese a lo cual se dedicó a seducir y a acostarse con algunos de los casi dos mil esclavos que trabajaban en la hacienda. Tan entretenida debía de estar con sus amantes, que pronto decidió que su marido la aburría, y lo envenenó, ocultando el asesinato bajo el velo de una enfermedad que conocía sobradamente: la ya citada fiebre amarilla, por lo que cerró la habitación a cal y canto. Lógicamente nadie se atrevió a abrirla. Poco después contrajo matrimonio de nuevo, aunque su flamante esposo no le duró mucho más, ya que decidió apuñalarlo, y para comprobar que estaba muerto, vertió aceite hirviendo en su oído derecho.

La causa oficial fue nuevamente la maligna enfermedad. Y la habitación, para evitar contagios, sellada al igual que la anterior. El miedo se apoderó de los esclavos, que veían en aquella mujer a una especie de bruja que, al margen de matar a sus esposos, disfrutaba castigando, torturando y atemorizando a los trabajadores de la plantación.

Para que no escaparan asesinaba a quienes lo intentaban, o colocaba cepos dentados en los alrededores de la finca para que los que se atreviesen a ello finalmente sufriesen terribles mutilaciones, como ejemplo para el resto.

Y así, atribuyéndole un poder maligno sin parangón, su aureola negativa fue en aumento, al tiempo que las historias de sus terribles actos crecían. Pronto se extendió el rumor de que sacrificaba niños pequeños para utilizar sus huesos en rituales de vudú… Así hizo y deshizo hasta que en 1831 su ambición la llevó a las puertas de la muerte. Entre todos los esclavos había uno que la hacía disfrutar de manera especial, y que además era el capataz de la hacienda. Se llamaba Tackoo, que al margen de salir pocas veces de su cama, la ayudaba a asesinar y a deshacerse de los cuerpos. Eran los perfectos aliados… Pues bien, no mucho después llegó a Montego Bay un nuevo administrador llamado Robert Rutherford. Y Annie, pretendiendo aumentar su lista de esposos, pronto fue a por él. La cuestión es que Rutherford se enamoró perdidamente de la nieta de Tackoo, y la bruja blanca de Rose Hall, borracha de ira, mandó que la muchacha fuera asesinada. Evidentemente a su abuelo no le sentó demasiado bien la propuesta, y decidió que había llegado el momento de terminar su relación con la dueña de la plantación. Lo hizo de la manera más contundente que se le ocurrió: encabezó una revuelta contra ella, subió hasta su habitación, y una vez allí la estranguló. No contentos con ello, se liaron a mamporros con el cuerpo, al punto de desfigurar su bello rostro, y finalmente la arrojaron por la ventana. Poco después la esclavitud fue abolida, y la casa, al igual que otras 700 haciendas, fue abandonada hasta que en 1965, John y Michele Rollins, de Wilmington –Delaware–, que no creían en maldiciones, la compraron y empezaron las reformas. Al tirar paredes para levantar otras encontraron varios cuartos sellados. Y en su interior, los restos de dos varones adultos… Desde entonces los fenómenos extraños son habituales en el lugar, así como la aparición del fantasma de Annie Mae Patterson en las estancias principales de la casa, que a decir de los testigos busca venganza. Y testigos, haberlos, los hay, y muchos…

LA CASA DE LOS HORRORES
Ésta es una de esas historias en las que, una vez más, la tragedia, la locura y ciertas dosis de magia se unen, y la mezcla es tan explosiva que finalmente, acaba explotando. La protagonista es Delphine Marie Macarty, una bella mujer que nació en Nueva Orleans en el año 1775. Su vida transcurrió entre las mieles de una familia de buena posición social y la amargura de la desgracia. Su madre, siendo muy niña, fue asesinada durante una de las revueltas de esclavos que se produjeron por entonces, haciendo que desde ese momento germinase en Delphine un odio que iba más allá del racismo.

A los 25 años contrajo matrimonio con el cubano Ramón de López. Pero una vez más, el destino negro se cruzó en la vida de nuestra protagonista, y cuatro años más tarde quedó viuda. Así hasta un total de tres veces. Su último esposo, con el que se casó en 1825, cuando Delphine alumbraba el medio siglo y aun así su belleza no se ajaba, era un prominente médico llamado Louis LaLaurie, que entre otras cosas le daría el segundo apellido con el que se haría célebre, tanto ella como la mansión que nos ocupa.

Si la maldad se agarra con garfios a las paredes de una casa, en ésta se produjeron tantos y tan horribles actos de crueldad que no es extraño que muchos la hayan calificado a lo largo de las décadas como la más maldita de América.

Según narran las crónicas, Delphine disfrutaba haciendo escabechinas con los esclavos de su plantación; los mutilaba, les sacaba los ojos… incluso llegó a realizar salvajes prácticas para cambiarles el sexo, emasculando a los hombres, arrancándoles la piel para utilizarla como vestidos. Fue tal el salvajismo que su propio marido decidió largarse de aquel horror, y ella, poco después y una vez que se descubrieron sus terribles actos, huyó en una goleta a Francia, donde murió en 1842 –está enterrada en el cementerio de Père Lachaise–. Desde entonces, como ocurre con otros caserones, la mansión LaLaurie se empezó a llenar de sombras malignas, de leyendas que cobraban forma en noches muy determinadas del año, de sonidos de cadenas y de gritos desgarradores. Son muchos los que han intentado adquirir esta propiedad; y lo han hecho, pero la han abandonado tiempo después porque no aguantan la presión de sus piedras, el peso de su historia maldita. Entre otros, el año 2007 la compró el actor y sobrino de Francis Ford Coppola, Nicolas Cage, que la tuvo en propiedad apenas un año. Hasta hace poco era visitable. También se asegura que en una de las dieciséis habitaciones se suicidó una familia entera porque no aguantaban los suplicios diarios a los que eran sometidos. Pero es que encima, la escritora Michelle Mahl Buuck contribuyó a que su leyenda negra se alargara aún más cuando escribió su obra La histórica mansión LaLaurie: un monumento olvidado. En dicho libro habla de apariciones de fantasmas en la plantación, que han aumentado en número en los últimos años, de tal modo que LaLaurie acabó por convertirse en un refugio aterrador para los sin techo, que eran protagonistas de las insólitas experiencias. De hecho, eran estos visitantes esporádicos los que hablaban de que cada vez que entraba alguien en la casa un reloj de pared se paraba de repente, y se volvía a poner en marcha cuando el intruso se largaba. Incluso hay quien asegura que esta vieja casa de madera sobrevivió a la fuerza del terrible huracán Katrina en 2005. Quizá el mal que habita en ella así lo quiso.

LA CASA DE BEAUREGARD
Durante la guerra de Secesión norteamericana, Pierre Gustave Toutant Beauregard fue mayor general del ejército confederado. Tiempo después, una vez acabado el conflicto, Pierre Gustave, retirado sin honores y con la vitola de haber perdido la guerra, se retiró a Louisiana, y levantó la que sería su casa hasta el final de sus días. Y ese final llegó en 1893. A partir de entonces quedó vacía; al menos durante 16 años, hasta que en 1909 el mafioso Corrado Giacona la adquirió, convirtiéndola en guarida familiar, y como no podía ser de otra forma, en escenario de varios crímenes. Es de aquella época de donde viene la leyenda negra que parece atormentar a quienes se acercan hasta este siniestro lugar. Porque a decir de los testigos, en su interior se produce una intensa actividad paranormal que, después de haber sido estudiada por expertos, todavía no se ha llegado a conclusión alguna. Las luces que a veces se logran fotografiar recorriendo sus pasillos, los pasos que se precipitan escaleras abajo, o incluso las detonaciones similares a disparos nocturnos, no tienen una explicación clara. Se producen, sin más… después, aunque cabe la posibilidad de que lo hiciera a propósito para evitar el horrible sufrimiento del quemado. La cuestión es que, cuando velaban el cuerpo, en la estancia entró una mujer que portaba un ramo de rosas blancas en cuyo centro había una roja. Despacio, siguiendo una especie de extraño ritual, la colocó sobre el pecho del difunto. Poco más tarde, cuando los restos fueron trasladados a San Louis, el velatorio se ubicó en la casa de un familiar de los Twain. Pues bien, cuando Mark accedió a la sala, se sorprendió al comprobar que la caja estaba situada sobre dos sillas. Ahí empezó su interés por lo inexplicable… Y lo inexplicable aparentemente se acercó hasta él, o más bien a la extraordinariamente bien restaurada casa de 19 habitaciones ue hoy se puede visitar, donde los testigos aseguran haber observado las andanzas de varios niños que recorren las estancias. Gritos, respiraciones en mitad de la noche, incluso alguna que otra cadena –recordemos que ésta fue tierra de esclavos–. Quién sabe…

LOS FANTASMAS DE LA CASA WHALEY
Esta es la historia de Thomas Whaley y su familia. Una historia diferente a la del resto. Descendiente de emigrantes escoceses e irlandeses, vino al mundo el 5 de octubre de 1823. Siendo muy joven se enamoró perdidamente de la francesa Anna Eloise Delaunay. Con treinta años y una considerable fortuna, decidió casarse con ella, y la pareja cambió de los aires fríos y cada vez más contaminados de Nueva York a las aguas cristalinas y frescas de San Diego. Dio comienzo a una nueva vida, y como ésta debía partir de cero, hasta el ladrillo de los cimientos de la casa lo escogieron ellos. Así, en 1857 finalizaba la construcción de la majestuosa casa Whaley, una sólida edificación de dos plantas, única en esta parte de América. Thomas, que era hombre inteligente, pronto se dio cuenta de que la materia prima a explotar era precisamente el ladrillo; la prueba evidente frente a las frágiles casonas

MARK TWAIN Y LA CASA DE LA PREMONICIÓN MORTAL
A su biografía como autor, hay que añadir que fue un hombre curioso, desde siempre interesado por otras realidades. Su aproximación además tuvo un motivo. En 1858 trabajaba junto a su hermano Henry en un vapor que surcaba las aguas del río Misisipi. Pues bien, una noche tuvo un terrible sueño. Veía a su hermano muerto en el interior de un ataúd de metal, con graves heridas en todo su cuerpo. Además, la caja aparecía sostenida por dos sillas, y el muerto tenía en su pecho un ramo de flores entre las cuales destacaba una rosa de color rojo. La desgracia quiso que dos días más tarde, en el trayecto que cubría el barco desde Nueva Orleans a San Louis, estallase una caldera, y su hermano, que estaba demasiado cerca, murió. Pero no a causa de la explosión, sino de la morfina que le inyectó el médico de Memphis que lo atendió de madera que decoraban las colinas de San Diego, tan expuestas al clima y a los incendios, era la solidez de los materiales que él fabricaba. Por eso no tardó en aumentar su fortuna, y en llenar su casa de esencias de otros países: alfombras de Pakistán, maderas de la India, cortinas de Damasco… Nada parecía ser suficiente para agasajar a su bella esposa. La muerte de uno de sus tres hijos, con apenas 18 años, los fuegos provocados en algunos de sus negocios, y las posteriores quiebras de dichas empresas, sumieron a Thomas en una melancolía que no parecía tener cura. A todas estas calamidades que teñían de grises la hasta entonces vida de color de rosa de la familia Whaley, se unió la muerte de otra de las hijas, Violetta, que tras divorciarse de su esposo, al cabo de unos meses se suicidó de un tiro en el corazón. Ésa fue la puntilla para un anciano Thomas, que no mucho después, en 1890, murió. Dos décadas después fallecería su esposa Anna, y no mucho más tarde su hijo Francis… Pero la última de su descendencia, la cuarta hija, Lillian, habitaría en la soledad de aquellas paredes hasta 1953, acostumbrándose año tras año a la soledad incómoda que no da tregua; porque de sus entrañas fluyen gritos, pasos y presencias que pueden hacer que una vida se transforme en un infierno. Infierno al que parecían predestinados, porque en este mismo lugar fue colgado James Robinson, Yankee Jim, en 1852. Era un hombre célebre en San Diego por delincuente, inductor al crimen y ladrón. Y fue este último vicio el que acabaría con su vida, no sin antes lanzar una suerte de maldición sobre quienes participaron de su ejecución y sobre el lugar en el que fue colgado. A Thomas Whaley le tocó por partida doble, primero porque fue testigo del ajusticiamiento; y segundo, porque después compró la propiedad donde se desarrolló el mismo. Así que, dicho sea de paso, tan listo no era. Por eso no es extraño que pocos años después los hijos de éste aseguraran oír pisadas de un hombre grande en la segunda planta, y que pensaran que se trataba del fantasma de Yankee Jim, que había hechizado la propiedad. Hoy es un museo, y son muchos los que refieren estas apariciones. Uno de los lugares que más morbo despierta es la techumbre que une un salón con la pequeña sala de música, porque ahí se izó la soga para colgar a Yankee Jim. Se sabe cuándo va a hacer acto de presencia porque las lágrimas de la lámpara empiezan a balancearse, la temperatura desciende y, en ocasiones, la música de la cajita que hay en la cómoda comienza a sonar…