Leyenda de la Tragantía

La Tragantía es una leyenda del pueblo de Cazorla sobre la reconquista de la ciudad.

La leyenda trata de una princesa mora encerrada en las mazmorras del Castillo de la Yedra por su padre el rey del Castillo. Ante el inexorable avance de las tropas cristianas éste encerró a la princesa en una cueva cercana al castillo tapiando la entrada con la intención de rescatarla cuando las tropas cristianas se hubieran marchado, refugiándose él con su tropa en la cercana sierra que rodea al pueblo. Sin embargo las tropas cristianas alcazaron al rey y a su séquito dando muerte a todos ellos y ocuparon la población de Cazorla.

La princesa aprisionada en la cavidad, ignorada por todos, según cuenta la leyenda, a causa de la oscuridad y la humedad se metamorfoseó mitad en lagarto mitad mujer, y desde entonces permanece en la cueva de la que sólo sale las noches de San Juan, en las que se puede oír su lamento

Cuando las huestes del arzobispo de Toledo atravesaron angostas los puertos del Muradal con carros, cruces y caballos, ya sabía el atribulado rey de Cazorla que iban a devastar sus posesiones y que sería un despilfarro inútil que aquel minúsculo reino intentara resistir por las armas a la adiestrada violencia de los cristianos.

 Había en el antiguo castillo de Cazorla un mirador alto desde el que se contemplaba el verde valle pespunteado de blancas almunias y un claro río concurrido de norias y molinos. Atravesaba la corriente un sólido puente de madera con clavazón de bronce. Uno de los troncos que componían sus pilares había agarrado en el lecho del río y le verdeaban ramas por primavera. Veía el rey cómo sus gentes diminutas y apesadumbradas atravesaban el puente tirando de carritos en los que habían cargado sus más valiosos enseres. Voces domésticas y palomas volaban cerca del castillo con el viento favorable. En lo alto, coronando de verde y de gris el valle, se veían, como un tapiz, los pinares de la Sierra de Segura.

Bien sabía el desdichado rey de Cazorla la suerte que esperaba a su menguado reino. Como dos años antes hicieran en Quesada, los cristianos entrarían a sangre y fuego y devastarían todo lo que no pudieran rapiñar. Talarían árboles y viñedos, con teas de lino y alquitrán pondrían fuego al pueblo y a las blancas almunias, arrasarían los sembrados, arruinarían las norias, cegarían los pozos y las acequias, aportillarían las cercas y dejarían tras de sus caballos un rastro de ruina y desolación cuando regresaran a sus tierras cargados de despojos y arrastrando atónitas cuerdas de cautivos.

 El rey de Cazorla había tomado las medidas que cumplen a un buen gobernante preocupado por el bien de su pueblo: permitió el éxodo de sus súbditos hacia tierras más seguras de las que podrían regresar cuando el peligro hubiese pasado. Por el empedrado camino de Baza, que atravesaba los puertos de Tíscar, se despobló el reino de Cazorla. El propio rey había puesto a salvo su trigo y sus caballos días antes. Ahora se demoraba en el castillo solitario y recorría sus devastadas estancias silenciosas, cerrando puertas y alacenas y asomándose a todas las ventanas. Sin tapices las paredes parecían más grandes y eran iguales como en un sueño.

Los hombres de la escolta transmitían su impaciencia a los caballos en el patio. Iban recelosos de que las avanzadas de los cristianos alcanzasen el valle antes de que ellos hubiesen tenido tiempo de ponerse a salvo. Ignoraban que el desdichado rey tenía un motivo para retrasar la salida. Había decidido que su hija permaneciera en el castillo, oculta en unas secretas habitaciones subterráneas cuya antigua existencia sólo él conocía. Aunque la dejaba bien provista de alimentos y lucernas de aceite y todas las otras cosas necesarias para no sentir incomodidad alguna en los pocos días que duraría su reclusión, el atribulado anciano no acababa de resinarse a partir.

Cuando el rey de Cazorla atravesó a galope tendido el ruidoso puente de madera, seguido de media docena de sus fieles, no había en todo el valle una chimenea que humeara en medio de la perfecta quietud. Sus vasallos estarían a salvo. El no. El helado zumbido de un proyectil taladró el aire cristalino que tienen las mañanas en Cazorla y una emplumada vara atravesó el cuello del rey y lo derribó sobre los maderos. La punta le salía, roja, por las vértebras. Un grupo de ballesteros surgió del herbazal de la ribera apuntando con sus armas al grupo fugitivo. Pareció que el rey quiso decir algo antes de morir, pero el hierro le había segado la voz. Se levantaba el sol dándose prisa en hacer su larga carrera del día de San Juan. Una hormiga empezó a subir por la mano del cadáver.

Lo cristianos no devastaron el valle. Se establecieron en él y lo poblaron con sus ávidos colonos traídos de lejanas tierras. Pronto volvió el humo a las chimeneas y el laborioso sonido a las norias y a las herrerías y  las alegres canciones a las eras.

En el húmedo subterráneo había varias estancias unidas por un angosto pasillo y por un silencio perfecto. Pilares de piedra sostenían el techo de las mayores. El salitre reinaba sobre el granito de los muros. En algunos había lápidas con inscripciones paganas. Dentro de un nicho excavado en la roca un goteo quería remedar a una fuente. Con siglos de paciencia había labrado un pozuelo en la losa del suelo.

La tinieblas del subterráneo no toleraban noches ni días. Con un misericordioso candil en la mano vagaba la princesa por sus breves dominios muriéndose de angustia cada vez que creía escuchar un ruido.

A la zozobra de las primeras horas sucedió la resignada paz de la prisionera y luego su desesperación y su locura cuando comprendió que el mundo se había olvidado de ella. Las provisiones se acabaron, la lámpara extinguió su luz con un chisporroteo.

Aterida de frío, quizá porque ya llegaba el invierno y allá fuera el río arrastraba tortas de nieve montañera, la infeliz se dispuso a morir debajo de las mantas de su oscuro lecho. Durmió, o creyó dormir, un espacio de tiempo frecuentada por atroces pesadillas. Cuando despertó sentía, en el hervor de una fiebre, las piernas heladas y doloridas. Quiso frotarlas con las manos. Le devolvían un tacto viscoso de piel desconocida y áspera que le produjo asco y escalofríos. No sentía hambre ni impaciencia. Dormía y no se movía del lecho. Sin horror ni sorpresa aceptó en su cuerpo el lento prodigio de mudarse en serpiente hasta la adolescente redondez de las caderas. Reptaba por sus tinieblas entre silbos a los pilares que sostenían el techo.

Así fue como la desdichada princesa se transformó en Tragantía. En la noche de San Juan la Tragantía canta con dulcísima voz: