El santo que amansaba lobos y tenía las llagas de Jesucristo
San Francisco de Asís: El santo que amansaba lobos y tenía las llagas de Jesucristo
Francisco de Asís nació en el año 1182 en la ciudad italiana de Asís bajo el nombre de Giovanni Pietro Bernardone. Su padre, un próspero comerciante que viajaba constantemente a Francia a las ferias locales, apodó a su hijo como “Francesco” o el “francesito”, debido supuestamente a la afición de su hijo a la lengua francesa y los cantos de los trovadores de ese país.
“Francesco”, quien recibió la educación regular de la época, desde joven se caracterizó por llevar una vida despreocupada y dadivosa: no tenía escrúpulos en hacer grandes gastos cuando andaba en compañía de sus amigos, en sus correrías periódicas, ni en dar pródigas limosnas. Después de participar en 1201 en una guerra local de su ciudad contra Perusa (Perugia), Francisco fue hecho prisionero y estuvo cautivo por lo menos un año.
De acuerdo con los relatos, en 1205, mientras militaba en el ejército papal y marchaba a Apulia, durante la noche escuchó una voz que le recomendaba regresar a Asís y entregarse a la oración y ayudar a sus semejantes. Después de convivir con los leprosos, en la primavera de 1206, el futuro San Francisco de Asís experimentó su primera visión mística. En el pequeño templo de San Damián, medio abandonado y destruido, oyó ante una imagen románica de Cristo una voz que le hablaba en el silencio de su muda contemplación: “Francisco, vete y repara mi iglesia, que se está cayendo en ruinas”. El joven, obedeciendo a la voz, de inmediato vendió su caballo y algunas mercancías de su padre y luego entregó el dinero así obtenido al sacerdote de San Damián para la restauración del templo.
Su dadivosa conducta despertó las iras de sus vecinos, quienes lo tomaron por un lunático, y de su padre, quien después de reprenderlo lo encadenó y lo encerró en un calabozo. Ante el requerimiento de devolver el dinero frente a su padre y al Obispo de Asís, el joven Francisco no sólo devolvió lo que había gastado, sino que también se despojó de todas sus vestimentas ante los jueces, para restituirlas a su progenitor, renunciando con ello, por amor a Dios, a cualquier bien terrenal.
A los 25 años de edad, sin más bienes que su pobreza, Francisco abandonó su ciudad natal y se dirigió a Gubbio, donde trabajó abnegadamente en un hospital de leprosos; luego regresó a Asís y se dedicó a restaurar con sus propios brazos, pidiendo materiales y ayuda a los transeúntes, las iglesias de San Damián, San Pietro In Merullo y Santa María de los Ángeles en la Porciúncula. Pese a esta actividad, esos años fueron de soledad y oración, pues sólo aparecía ante el mundo para mendigar con los pobres y compartir su mesa.
El 24 de febrero de 1209, en la pequeña iglesia de la Porciúncula y mientras escuchaba la lectura del Evangelio, Francisco escuchó una llamada que le indicaba que saliera al mundo a hacer el bien: el eremita se convirtió en apóstol y, descalzo y sin más atavío que una túnica ceñida con una cuerda, pronto atrajo a su alrededor a toda un puñado de activos y devotos seguidores, quienes al igual que él predicaban la pobreza como un valor y proponían un modo de vida sencillo basado en los ideales de los Evangelios.
Como en aquella época varios grupos que propugnaban una vuelta al cristianismo primitivo habían sido declarados heréticos, Francisco quiso contar con la autorización pontificia. Hacia 1210, tras recibir a Francisco y a un grupo de once compañeros suyos, el papa Inocencio III aprobó oralmente su modelo de vida religiosa, le concedió permiso para predicar y lo ordenó diácono.
Por aquella época comenzaron a verificarse los primeros milagros del santo. En una oportunidad San Francisco lavó la piel de un hombre con lepra, rezando para que el demonio que lo atormentaba se alejara y dejara libre su alma. Cuando la piel del leproso comenzó a mejorar, el enfermo se dio cuenta de que estaba sanando, se arrepintió de sus pecados y comenzó a llorar.
También se cuenta de otro milagro obrado por San Francisco en el año 1214 en Madrid, en el lugar conocido actualmente como la Cuesta de los ciegos, un lugar al que el santo llegó tras hacer el Camino de Santiago. San Francisco al pasar por ese sitio se encontró con un grupo de ciegos mendicantes quienes, sabedores de su buen corazón, le pidieron limosna. El santo italiano, sin tener nada más que darles, les ofreció un frasco de aceite para ungir que le habían regalado en la víspera. Los ciegos, al frotarse los ojos con el aceite, de inmediato recuperaron la vista. El milagro se propaló de inmediato por todos los mentideros de la villa, por lo que dos moriscos bromistas quisieron engañar al santo y se hicieron pasar por ciegos, para que éste también les curase con aceite. El religioso, percatándose del engaño, les frotó los ojos con el líquido, dejándoles ciegos. Ante las súplicas de los arrepentidos moriscos, Francisco les encomendó a llevar una vida de trabajo y decencia que éstos pronto cumplieron, recuperando de nuevo la vista.
Con el tiempo, el número de sus adeptos fue aumentando y Francisco comenzó a formar una orden religiosa, llamada actualmente franciscana o de los franciscanos. Además, con la colaboración de Santa Clara, fundó la rama femenina de la orden, las Damas Pobres, más conocidas como Las Clarisas. Años después, en 1221, se crearía la orden tercera con el fin de acoger a quienes no podían abandonar sus obligaciones familiares. Hacia 1215, la congregación franciscana se había ya extendido por Italia, Francia y España; ese mismo año el Concilio de Letrán reconoció canónicamente la orden, llamada entonces de los Hermanos Menores.
San Francisco de Asís y el temido lobo de Gubbio
Uno de los prodigios más recordados del ministerio de San Francisco de Asís tuvo que ver con el célebre episodio del lobo de Gubbio, un enorme y feroz cánido salvaje que comenzó a asolar la ciudad italiana de Gubbio (ubicada en Umbría, en la actual provincia de Perugia), devorando tanto personas como animales. Se cuenta que el animal presentaba tal ferocidad que nadie se aventuraba siquiera a salir de la ciudad.
Francisco, junto a un compañero, iba durante un atardecer camino de Gubbio montado en un borriquillo. Unos labriegos, entonces, le advirtieron del peligro y que había un terrible lobo salvaje merodeando por la zona. “¿Y qué mal le he hecho yo al hermano lobo —les replicó el Santo– para que quiera acometernos y devorar a nuestro hermano asno? Quedaos tranquilos y no paséis pena por nosotros”.
Francisco de Asís, entonces, se aventuró solitariamente en la campiña de Umbría en busca del temido lobo. Cuando lo encontró, el animal avanzó a su encuentro con las fauces abiertas. Acercándose a él, el religioso le hizo la señal de la cruz, lo llamó y le dijo: “¡Ven aquí, hermano lobo! Yo te mando, de parte de Cristo, que no hagas daño ni a mí ni a nadie”. Apenas el “santo de Asís” trazó la señal de la cruz, el lobo cerró la boca, se acercó mansamente como un cordero, y se echó a sus pies.
San Francisco y el lobo.
El santo, entonces, le dijo al animal: “Hermano lobo, has hecho mucho daño en esta comarca, matando las criaturas de Dios sin su permiso. Y no te has contentado con matar y devorar a las bestias, sino que has tenido el atrevimiento de dar muerte y causar daño a los hombres, hechos a imagen de Dios. Por todo ello has merecido la horca como ladrón y homicida malvado. Toda la gente grita y murmura contra ti y toda la ciudad es enemiga tuya. Pero yo quiero, Hermano lobo, hacer las paces entre tú y ellos, de manera que tú no les ofendas en adelante, y ellos te perdonen toda ofensa pasada, y dejen de perseguirte hombres y perros”.
El lobo, al escuchar la admonición del santo, movió su cola y sus orejas y bajó la cerviz en señal de aceptación. San Francisco, entonces, le propuso lo siguiente: “Hermano lobo, puesto que estás de acuerdo en sellar y mantener esta paz, yo te prometo hacer que la gente de la ciudad te proporcione continuamente lo que necesitas mientras vivas, de modo que no pases ya hambre. Porque sé muy bien que por hambre has hecho el mal que has hecho. Pero, una vez que yo te haya conseguido este favor, quiero, hermano lobo, que tú me prometas que no harás daño ya a ningún hombre del mundo y a ningún animal”.
El lobo, tras inclinar la cabeza, dio a entender claramente que lo prometía. San Francisco le tendió entonces la mano y el lobo levantó su pata delantera y la puso mansamente sobre la mano del religioso, dándole la señal de fe que le pedía. Luego San Francisco le dijo: “Hermano lobo, te mando, en nombre de Jesucristo, que vengas ahora conmigo sin temor alguno; vamos a concluir esta paz en el nombre de Dios”.
El lobo, obediente, marchó con él hacia la ciudad de Gubbio, en medio del asombro y la estupefacción de sus habitantes. La noticia pronto se esparció como el rayo y todos -grandes y pequeños, hombres y mujeres, jóvenes y viejos- acudieron a la plaza para ver al animal con San Francisco.
San Francisco, aprovechando que se agolpaba una gran multitud, les dio un sermón: “Volveos, pues, a Dios, carísimos, y haced penitencia de vuestros pecados, y Dios os librará del lobo al presente y del fuego infernal en el futuro”. Terminado el sermón, el santo añadió: “Escuchad, hermanos míos: el hermano lobo, que está aquí ante vosotros, me ha prometido y dado su fe de hacer las paces con vosotros y de no dañaros en adelante en cosa alguna si vosotros os comprometéis a darle cada día lo que necesita. Yo salgo fiador por él de que cumplirá fielmente por su parte el acuerdo de paz”.
El pueblo de Gubbio, aún incrédulo de ver al otrora salvaje lobo convertido en un manso animal, prometió alimentarlo continuamente. Las crónicas de la época cuentan que el lobo de Gubbio vivió otros dos años en la ciudad hasta que falleció de viejo: entraba mansamente en las casas de puerta en puerta, la gente lo alimentaba cortésmente y, curiosamente, nunca le ladraban los perros.
El lobo, gracias a este increíble episodio, aparece en ocasiones como un emblema de Francisco de Asís, y el conjunto del santo y el lobo se observa en variadas representaciones iconográficas. Y se dice que en la iglesia de San Francesco della Pace, en Gubbio, reposan actualmente los restos de un lobo que la tradición ha identificado con el lobo de Gubbio del relato. Allí también yace la piedra, utilizada actualmente como mesa del altar, sobre la cual Francisco de Asís habría predicado al pueblo de Gubbio y acordado el pacto de paz entre el pueblo y el animal.
Francisco de Asís y las llagas de Jesucristo
Entre 1219 y 1220, posiblemente tras un encuentro con Santo Domingo de Guzmán, San Francisco comenzó a predicar en Siria y Egipto. Después de regresar a Italia, en 1224, el santo se dirigió a un peñasco junto a los ríos Tíber y Arno, en busca de la vida eremítica, el silencio y soledad interior para practicar la oración.
Uno de los compañeros del santo, Fray León, quien visitaba dos veces a la semana a San Francisco para llevarle pan y agua, relató que fue testigo de la aproximación y alejamiento de una bola de fuego que bajaba del cielo; por este prodigio, Francisco le comentó que algo grande estaría por ocurrir. Le hizo abrir tres veces el misal para encontrar respuesta, y las tres veces se abrió en la historia de la Pasión de Jesús.
San Francisco había orado fervientemente para recibir dos gracias antes de morir: sentir la Pasión de Jesús, y una enfermedad larga con una muerte dolorosa. Tras un largo periodo de ayuno y oración, el 14 de septiembre de 1224, el santo entró en un trance profundo y el mismo Nazareno se le presentó, crucificado, rodeado por seis alas angélicas, y le imprimió las señales de la crucifixión en las manos, los pies y el costado. Sus hermanos de orden, posteriormente, vieron con sus propios ojos los estigmas de Francisco, que él conservó por el resto de su vida. Sin embargo, Francisco -al igual que otros santos estigmatizados- hizo todo lo posible para ocultarlos a la vista de los demás por considerarse indigno, no del dolor que sentía, sino de ser portador de las señales de la Pasión de Cristo. Por eso, desde entonces comenzó a andar con las manos metidas entre las mangas del hábito, y con los pies cubiertos por medias y zapatos.
En 1225, mientras su salud empeoraba y el sangrado de sus heridas lo hacía sufrir constantemente, San Francisco compuso su famoso “Cántico de las criaturas” que hizo también cantar a sus compañeros. Por esa época, en Fonte Colombo, fue sometido a tratamiento médico, que incluyó cauterizar con un hierro ardiente la zona desde la oreja hasta la altura de la ceja de uno de sus ojos; según los relatos, Francisco no sintió dolor, ya que antes de la operación había “platicado” con el fuego para que no lo dañara.
Durante sus últimos días de vida el santo regresó a Asís, donde fue llevado al palacio del obispo y resguardado por hombres armados, puesto que la localidad estaba en estado de guerra. En su lecho de muerte escribió su Testamento, entonó nuevamente su Cántico al Hermano Sol —al que agregó un nuevo verso dedicado a la hermana Muerte— junto a sus hermanos de congregación Angelo y León. De acuerdo con su último deseo, fue encaminado a la zona de Porciúncula, donde se estableció en una cabaña cercana a la capilla. Murió finalmente el 3 de octubre de 1226, a los 44 años de edad.
San Buenaventura relataría posteriormente que las llagas de Francisco fueron verificadas por cientos de testigos después de su muerte: “Al emigrar de este mundo, el bienaventurado Francisco dejó impresas en su cuerpo las señales de la Pasión de Cristo. Se veían en aquellos dichosos miembros unos clavos de su misma carne, fabricados maravillosamente por el poder divino y tan connaturales a ella, que, si se les presionaba por una parte, al momento sobresalían por la otra, como si fueran nervios duros y de una sola pieza. Apareció también muy visible en su cuerpo la llaga del costado, semejante a la del costado herido del Salvador. El aspecto de los clavos era negro, parecido al hierro; más la herida del costado era rojiza y formaba, por la contracción de la carne, una especie de círculo, presentándose a la vista como una rosa bellísima. El resto de su cuerpo, que antes, tanto por la enfermedad como por su modo natural de ser, era de color moreno, brillaba ahora con una blancura extraordinaria. Los miembros de su cuerpo se mostraban al tacto tan blandos y flexibles, que parecían haber vuelto a ser tiernos como los de la infancia”.
Entre la obras que dejó San Francisco destacan las reglas de la orden franciscana, algunas epístolas y sus admoniciones (que muestran sus ideas morales en advertencias prácticas dadas a sus hermanos, fruto de un continuo análisis de la propia vida interior), y el Cántico de las criaturas (llamado también Laudes creaturarum o Cántico del hermano Sol), una bellísima plegaria a Dios compuesta de 33 versos redactada probablemente un año antes de su muerte y escrita en dialecto umbrío. La plegaria comienza elogiando la grandeza de Dios y continúa con la belleza y la bondad del sol y los astros, a los que alaba como hermanos; para la humildad del hombre, en tanto, reclama el perdón y la dignidad de la muerte.
San Francisco, el religioso y místico italiano que renegó de la riqueza para abrazar la pobreza, curaba a ciegos y leprosos, amansó al lobo de Gubbio y tenía las llagas de Jesucristo, fue canonizado el 16 de julio de 1228. Y gracias a su sencillez y humildad, el “pobre” de Asís” acabó trascendiendo su época para erigirse en un modelo atemporal y en una de las figuras más famosas y admiradas –tanto por creyentes como no creyentes- de la espiritualidad cristiana. Para muchos, debido a su espíritu de pobreza y desprendimiento, es probablemente quien más se pareció a Jesús en la historia de la cristiandad. También, por su devoción a los animales como criaturas de Dios, ha sido abrazado por la cultura del scouting o escultismo, particularmente por la relación hacia los lobos. Y es el patrono de los veterinarios y de los profesionales relacionados con bosques y forestas y, por extensión, de los movimientos ecologistas que propician el cuidado de la naturaleza y del ambiente. Sus restos se encuentran en la actualidad en la Basílica de San Francisco, en Asís.
Interior de la basílica de San Francisco, en Asís, donde reposan los tumba donde reposan los restos de San Francisco.