Los evangelios apócrifos: ¿Revelaciones ocultas sobre la vida de Jesús?

Los llamados evangelios apócrifos (término que proviene de la palabra griega “apócryphus”, que significa “oculto”) son todos los escritos sobre la vida de Jesús no aceptados por la Iglesia como inspirados por Dios ni como norma de fe, a diferencia de los llamados Evangelios canónicos, atribuidos a Mateo, Marcos, Lucas y Juan, que se compusieron entre los años 41 y 98 de nuestra era, que sí se consideran inspirados por Dios y, por tanto, integrantes del canon de las Sagradas Escrituras. Sin embargo, los evangelios apócrifos todavía despiertan gran interés debido a que, según algunos, revelan episodios cruciales y enseñanzas de la vida de Jesús que se mantuvieron ocultos y desconocidos por mucho tiempo.
Los evangelios apócrifos son llamados así porque conservan cierta semejanza con los cuatro Evangelios canónicos al presentar palabras y hechos ligados a la vida de Jesús, o narraciones más amplias sobre personajes ya presentes en los evangelios canónicos. Comenzaron a circular en el ámbito judío y cristiano a partir de la mitad del siglo II, como reflejo de tradiciones y temas populares, pero no fueron aceptados oficialmente porque se consideraban poco fiables, al haber sido compuestos en una época en la que ya habían desaparecido no sólo los Apóstoles y todos los testigos oculares de los acontecimientos ligados a la vida y la muerte de Jesús, sino también los discípulos directos de los apóstoles y los miembros de sus primeras comunidades.
Lo que en definitiva pretendieron los autores de los evangelios apócrifos fue intentar llenar con sus historias los huecos que dejaron los cuatro evangelios aceptados por la Iglesia, con varios datos sobre la vida oculta de Jesús. Y, a diferencia de los evangelios canónicos, cuyos autores apenas señalan su autoría de los escritos, los autores de cada uno de los evangelios apócrifos destacan muchas veces la presunta autoría del escrito por parte de algún personaje distinguido de la comunidad (Pedro, Felipe, Santiago, María Magdalena, Tomás, Nicodemo, etc.), buscando un respaldo en ese nombre. Sin embargo, a finales del siglo II, el Obispo Ireneo de Lyon, también conocido como San Ireneo, escribió que los apóstatas del cristianismo contaban con “una multitud infinita de Escrituras apócrifas y bastardas (o ilegítimas), confeccionadas por ellos, para impresionar a los necios”. Por eso, para la Iglesia Católica, terminó siendo peligroso no solo leer los evangelios apócrifos, sino incluso poseerlos.
Aun así, diversos monjes y copistas de la Edad Media preservaron estos textos y ya en el siglo XIX resurgió notablemente el interés por el tema. Como resultado, salieron a la luz muchas recopilaciones y ediciones críticas de libros apócrifos, entre los que se encontraban varios evangelios.
Los evangelios apócrifos más conocidos
Los evangelios apócrifos más conocidos son el Protoevangelio de Santiago, el evangelio de Pedro, el evangelio de Nicodemo, el evangelio según Tomás, los evangelios de la Infancia de Tomás, el evangelio de Bartolomé, el evangelio de María Magdalena, el evangelio según los Hebreos, el evangelio de Taciano, el evangelio del Pseudo-Mateo, el evangelio Árabe de la Infancia, el evangelio de la Natividad de María, el evangelio de Felipe, el evangelio de Valentino, el evangelio de Ammonio, el evangelio de la Venganza del Salvador (Vindicta Salvatoris), y el evangelio de la Muerte de Pilatos (Mors Pilati). Entre los evangelios apócrifos más famosos y polémicos se encuentra también el recientemente descubierto Evangelio de Judas, que promueve una visión más positiva de Judas Iscariote, pues lo presenta como el único apóstol que realmente comprendía el papel de Jesús de Nazaret en la tierra. Debido a su novedad y controversia, la historia de este evangelio merece sin duda una nota aparte.
Infancia del niño Jesús.
El evangelio apócrifo considerado más importante es el “Protoevangelio de Santiago”, un escrito realizado al parecer por un cristiano helenista de Egipto o Asia Menor, que al parecer lo firmó y atribuyó a Santiago el Menor, con el fin de que alcanzara popularidad y prestigio. Este evangelio, que pretende defender la virginidad perpetua de María y que presenta a su esposo José como un viejo viudo que ya habría tenido familia con su primera esposa y a quien se le encarga la custodia de María, es el apócrifo ortodoxo más antiguo que se conserva íntegro y que más ha influido en las narraciones sobre la vida de María y de la infancia de Cristo, ya que tuvo una fuerte influencia entre los escritores y oradores de los primeros siglos e impactó fuertemente la teología y la vida litúrgica de la Iglesia.
Gracias al “Protoevangelio de Santiago”, por ejemplo, conocemos la presencia del buey y la mula en la gruta de Belén donde nació Jesucristo, o el nombre de los padres de la Virgen María ( Joaquín y Ana). En este evangelio también se refiere la historia de la vara florida de San José, o el nombre de los tres reyes magos (Melchor, Gaspar y Baltasar), o los milagros que hacía el Niño Jesús, y que fueron objeto de inspiración de leyendas y obras de arte durante la Edad Media.
Algo parecido sucede con la Verónica (del verbo grecolatino “vero icono”, que significa “verdadera imagen” de Jesús), la supuesta mujer que enjugó con un lienzo el rostro de Cristo mientras caminaba hacia la cruz y cuya historia y nombre sólo aparecen tangencialmente en el evangelio de Lucas: “Le seguía una gran multitud del pueblo y mujeres que se dolían y se lamentaban por él. Jesús, volviéndose a ellas, dijo: Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos. Porque llegarán días en que se dirá: ¡Dichosas las estériles, las entrañas que no engendraron y los pechos que no criaron!”.
En el evangelio apócrifo Muerte de Pablo esta historia fue transformada en la siguiente: “Cuando mi Señor se iba por ahí predicando, y yo carecía de su presencia muy a pesar mío, quise que me pintaran su imagen, para que, mientras me veía privada de su presencia, me diese al menos consuelo su figura. Y cuando llevaba el lienzo al pintor para que me la pintara, mi Señor me salió al paso y me preguntó a dónde iba. Cuando le expliqué la causa de mi marcha, me pidió el lienzo y me lo devolvió señalado con la imagen de su venerable faz. Por consiguiente, si alguien mira con devoción su aspecto, obtendrá el beneficio de su curación”.
La crucifixión de Jesús según los evangelios apócrifos
En el episodio de la crucifixión de Jesús, los evangelios apócrifos también rellenan otras lagunas de los evangelios canónicos. Por ejemplo, según estos últimos, a la izquierda y a la derecha de Jesús fueron crucificados dos criminales -de los cuales jamás supimos sus nombres-, uno de los cuales, arrepentido, le dijo la famosa frase: “Señor, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. Pero el Evangelio de Nicodemo nos proporciona los nombres de estos dos bandidos, cuando transcribe un supuesto diálogo del prefecto romano Poncio Pilato al decretar la muerte de Jesús, tras oír que los judíos desean su muerte: “Tu raza te ha rechazado como rey. Por eso, he decidido que en primer lugar seas azotado según la costumbre de los reyes piadosos, y luego seas colgado en la cruz en el jardín donde fuiste apresado; y que los dos malhechores Dimas y Gestas sean crucificados juntamente contigo”.
Escultura de Jesús crucificado, junto a los criminales Dimas y Gestas.
El evangelio canónico de San Juan también es el único que nos cuenta sobre la lanzada de un soldado romano al costado de Jesús para hacer que su muerte acaeciera de manera segura. San Juan nos cuenta que “…vinieron, efectivamente, los soldados y quebraron las piernas a uno y luego al otro que había sido crucificado con él. Más al llegar a Jesús y verlo muerto, no le quebraron las piernas, pero uno de los soldados le traspasó el costado con una lanza, y seguidamente salió sangre y agua”. En el texto de San Juan, este soldado es un personaje anónimo, pero el Evangelio de Nicodemo y una presunta Carta de Pilato a Herodes Antipas nos revelan su nombre: Longino.
Entre la muerte y resurrección de Jesús también hay un fabuloso episodio que no aparece descrito en los evangelios, pero sí en un par de breves alusiones de un escrito canónico, la Primera epístola de Pedro (3,19; 4,6): el descenso de Jesús a los infiernos, donde se nos cuenta que “…viéndolo antes, habló de la resurrección de Cristo, que su alma no fue dejada en el Hades, ni su carne vio corrupción”. También en el Credo de los apóstoles se nos dice que Jesús “padeció bajo el poder de Poncio Pilato. Fue crucificado, muerto y sepultado. Descendió a los infiernos”.
Este hecho se desarrolla en la segunda parte de un evangelio apócrifo, el Evangelio de Nicodemo, que relata cómo unos cuantos sacerdotes, un levita y un doctor de la Ley, en el retorno de Galilea –donde habían sido testigos de la ascensión de Jesús hasta Jerusalén–, se encontraron con una gran muchedumbre de hombres vestidos de blanco, que resultaron ser los resucitados con Jesús. Entre ellos reconocieron a dos que se llamaban Leucio y Carino, que les contaron los maravillosos acontecimientos tras la muerte del Nazareno, entre ellos su visita a los infiernos.
Leucio y Carino cuentan en este evangelio apócrifo que “estábamos nosotros en el infierno en compañía de todos los que habían muerto desde el principio. Y a la medianoche amaneció en aquellas oscuridades como la luz del sol, y con su brillo fuimos todos iluminados y pudimos vernos unos a otros. Y al punto nuestro padre Abraham, los patriarcas y los profetas y todos a una vez se llenaron de regocijo y dijeron entre sí: “Esta luz proviene de un gran resplandor”. Entonces el profeta Isaías dijo: “Esta luz procede del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Los antiguos patriarcas comenzaron a regocijarse de inmediato con la liberación que se les avecinaba, mientras que satán prevenía a sus huestes a fin de que se prepararan para «recibir» a Jesús”.
Este relato continúa relatando que “satán mandó reforzar las puertas del infierno, pero al conjuro de una voz celestial se hicieron añicos las puertas de bronce, los cerrojos de hierro quedaron reducidos a pedazos, y todos los difuntos encadenados se vieron libres de sus ligaduras, nosotros entre ellos”. Entonces “penetró dentro el rey de la gloria en figura humana, y todos los antros oscuros del infierno fueron iluminados. Enseguida se puso a gritar el Infierno mismo: “¡Hemos sido vencidos!”. Jesús tomó por la coronilla a satanás y se lo entregó al mismo Infierno para que lo mantuviera a buen recaudo. Luego condujo a todos los patriarcas fuera del oscuro antro, comenzando por Adán y siguiendo por Henoc, Elías, Moisés, David, Jonás, Isaías y Jeremías, Juan Bautista…”
Valor de los evangelios apócrifos
Los teólogos afirman que si se analizan detenidamente los evangelios apócrifos y se comparan con los canónicos, resulta obvio que los apócrifos no fueron inspirados por Dios, ya que sus autores nunca conocieron a Jesús ni a sus apóstoles, por lo que no pueden revelar ninguna verdad oculta acerca de él o del cristianismo. Resumiendo, serían relatos inexactos, inventados y fantasiosos que no ayudan a conocer ni a Jesús ni sus enseñanzas, al contrario que los evangelios canónicos, que sí son del todo fiables (Mateo y Juan pertenecieron al grupo de los doce apóstoles, mientras que Marcos fue un colaborador cercano del apóstol Pedro y Lucas del apóstol Pablo).
De todos modos, el reputado escritor Jorge Luis Borges, respecto de algunos evangelios apócrifos, afirmó que “leerlos es regresar de un modo casi mágico a los primeros siglos de nuestra era cuando la religión era una pasión. Los dogmas de la iglesia y los razonamientos del teólogo acontecerían mucho después; lo que importó al principio fue la nueva de que el hijo de Dios había sido, durante treinta y tres años, un hombre, un hombre flagelado y sacrificado cuya muerte había redimido a todas las generaciones de Adán. Entre los libros que anunciaban esa verdad estaban los evangelios apócrifos. La palabra apócrifo ahora vale por falsificado o por falso; su primer sentido era oculto. Los textos apócrifos eran los vedados al vulgo, los de lectura sólo permitida a algunos”.
Borges añadió que “más allá de nuestra falta de fe, Cristo es la figura más vívida de la historia humana. Le tocó en suerte predicar su doctrina, que hoy abarca el planeta, en una provincia perdida. Sus doce discípulos eran iletrados y pobres. Salvo aquellas palabras que su mano trazó en la tierra y que borró en seguida, no escribió nada (también Pitágoras y el Buddha fueron maestros orales). No usó nunca argumentos; la forma natural de su pensamiento era la metáfora. Para condenar la pomposa vanidad de los funerales afirmó que los muertos enterrarán a sus muertos. Para condenar la hipocresía de los fariseos dijo que eran sepulcros blanqueados. Joven, murió oscuramente en la cruz, que en aquel tiempo era un patíbulo y que ahora es un símbolo. Sin sospechar su vasto porvenir Tácito lo menciona al pasar y lo llama Chrestus. Nadie como él ha gobernado, y sigue gobernando, el curso de la historia”.
Jorge Luis Borges concluye que “este libro no contradice a los evangelios del canon. Narra con extrañas variaciones la misma biografía. Nos revela milagros inesperados. Nos dice que a la edad de cinco años Jesús modeló con arcilla unos gorriones que, ante el estupor de los niños que jugaban con él, alzaron el vuelo y se perdieron en el aire cantando. Le atribuye asimismo crueles milagros, propios de un niño todopoderoso que no ha alcanzado todavía el uso de la razón. Para el antiguo testamento, el infierno (Sheol) es la sepultura; para los tercetos de la Comedia, un sistema de cárceles subterráneas de topografía precisa. En este libro es un personaje soberbio que dialoga con satanás, príncipe de la muerte, y que glorifica al Señor. Junto a los libros canónicos del Nuevo Testamento, estos Evangelios Apócrifos, olvidados durante tantos siglos y recuperados ahora, fueron los instrumentos más antiguos de la doctrina de Jesús”.
Source: Mundooculto.es