Relato:Las Huellas del Diablo
El día había amanecido en forma tranquila luego de la nevada sufrida en la gélida noche anterior el 8 de Febrero de 1855 en el condado de Devon, Inglaterra. La sorpresa llegó cuando los vecinos notaron con asombro una serie de marcas como de herraduras de un tamaño de 10 x 7 cm, que podían haber sido realizadas por un asno o un caballo pequeño.
Pero había dos cuestiones que hacían que esas huellas no podían haber sido hechas por esos animales: estaban profundamente impresas por lo que debieron haber sido pisadas con una fuerza descomunal y además la disposición de las mismas, ya que estaban alineadas en una sola fila, a una distancia de unos 20 cm., por lo que el «animal» debería haber transitado todo el trayecto con una sola pata y a saltos constantes.
El rastro de las huellas llegó a más de 160 km, siendo su curso una línea recta casi perfecta sin que obstáculos como casas, ríos, paredes o techos hayan impedido el avance de esa curiosa criatura. Incluso las huellas quedaron marcadas en techos de más de 3 metros de altura, siendo imposible para un animal realizar ese salto y que incluso nadie haya oído algo extraño durante esa noche.
Luego de haber analizado y descartado que hayan sido efectuadas por algún animal común, no suena extraño que los habitantes del lugar hayan afirmado que se trataban sin duda de las huellas del mismo Lucifer.
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El condado de Devon, amaneció envuelto en un manto blanco tras la gélida noche del 8 de febrero de 1855, despertó a una realidad más extraña que cualquier pesadilla. Los habitantes, al salir de sus hogares, se toparon con un espectáculo que desafiaba toda lógica: una serie de huellas colosales, casi perfectas, surcaban el paisaje nevado como si un gigante invisible hubiera paseado por allí.
Estas marcas, a diferencia de las de cualquier animal conocido, eran profundas y regulares. Tenían la forma de herraduras pero con dimensiones desproporcionadas: diez por siete centímetros. La disposición era aún más desconcertante: una sola fila de huellas, separadas por unos veinte centímetros, como si la criatura hubiera avanzado a saltos, apoyando una sola extremidad en cada brinco.
La extensión del rastro era asombrosa: más de ciento sesenta kilómetros en línea recta. Casas, ríos, muros, incluso techos, no fueron obstáculo para la enigmática entidad. Las huellas se marcaban en las superficies más altas, como si el ser hubiera levitado o realizado saltos imposibles para cualquier criatura terrestre.
El reverendo Thomas Blackwood, un hombre de ciencia y fe, fue uno de los primeros en examinar las huellas. Con su lupa y su libreta, estudió cada detalle, buscando una explicación racional. «Es imposible», murmuró, perplejo. «Ningún animal conocido podría haber producido estas marcas».
La noticia se propagó como la pólvora. Los aldeanos, aterrorizados y maravillados a partes iguales, comenzaron a susurrar sobre lo sobrenatural. Algunos aseguraban haber visto una sombra colosal moverse entre las nubes en la noche del incidente. Otros hablaban de un bramido profundo que había sacudido la tierra.
El doctor Henry Mortimer, un médico escéptico, propuso una teoría más mundana: un fenómeno geológico desconocido o, quizás, una broma elaborada por alguien con una imaginación desbordante. Sin embargo, ninguna de sus hipótesis podía explicar la perfecta alineación de las huellas o su presencia en lugares imposibles.
A medida que pasaban los días, la historia de las huellas se convirtió en leyenda. Se tejieron historias sobre un demonio liberado de las profundidades de la Tierra, un ángel caído que buscaba redención o una criatura ancestral despertada de su letargo.
La Iglesia, por su parte, condenó las huellas como una señal del fin de los tiempos y exhortó a los fieles a arrepentirse de sus pecados. Los más crédulos comenzaron a realizar exorcismos y a construir crucifijos en las puertas de sus casas.
Sin embargo, a pesar de todas las teorías y especulaciones, las huellas seguían ahí, como una cicatriz en el paisaje, desafiando cualquier explicación lógica. Y así, el misterio de la criatura de Devon perduró, convirtiéndose en una de las mayores enigmas de la época.
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